Época: Siglo de Oro
Inicio: Año 1519
Fin: Año 1648

Antecedente:
La cultura del Siglo de Oro

(C) Ricardo García Cárcel



Comentario

Sabemos hoy, ciertamente, todavía poco sobre la sociología de la producción y el consumo de la cultura en España. La primera cuestión a desbrozar es la de la identidad de los escritores en la España del Siglo de Oro.
Noél Salomon en 1972 estableció tres tipos de escritores en la España del Siglo de Oro:

1) Los escritores aristócratas, para quienes tomar la pluma es un arte noble del espíritu, un lujo en su existencia social palaciega. Tal es el caso del marqués de Santillana o Garcilaso de la Vega.

2) Los escritores artesanos, para quienes escribir es una profesión, una actividad para ganar el pan cotidiano. Entran en esta condición los juglares medievales, los poetas maestros de capilla (Juan de la Encina, Lucas Fernández) y los poetas secretarios capellanes del tipo Lope de Vega hacia 1600. Unos y otros viven de la pluma a la sombra del roble señorial.

3) Escritores de mercado. El ejemplo más expresivo es Lope de Vega después de 1610. El teatro fue para él un importante medio de vida. Por una comedia cobraba poco más de 300 reales.

De ellos, para Salomon, el tipo más frecuente de escritor fue el apoyado por el mecenas. Sin embargo, el mecenazgo en España fue limitado. La burguesía mercantil, protectora de intelectuales en otros países, fue escasa. Participó más en el mecenazgo la nobleza, sobre todo en la primera mitad del siglo XVI. El conde de Tendilla, al que alababa Pérez del Pulgar por su conocimiento de Salustio, protegió a su llegada a España a Pedro Mártir de Anglería. Diego Hurtado de Mendoza mantuvo una fructífera relación con Páez de Castro y el duque de Gandía protegió a Juan Andrés Estrany, comentarista de Plinio. Hernando Colón hizo venir a Juan Vaseo a trabajar en la biblioteca colombina y tradujo la Mecánica de Aristóteles. El conde de Ureña fundó en 1548 la Universidad de Osuna. El marqués de Mondéjar, don Gaspar Ibáñez de Segovia, brilló por sus estudios de crítica histórica. La duquesa de Calabria fue la gran protectora del grupo científico renovador de la Universidad de Valencia en 1540.

Pero la realidad es que sólo una minoría de la nobleza ejerció directamente el apoyo a las actividades de los humanistas. La mayoría se proyectó hacia tareas de gobierno, guerra o diplomacia. En 1534 el humanista Francisco Decio compuso un diálogo con el título Paedapectitia (aborrecimiento de la educación), en el que el protagonista refutaba los argumentos del caballero Geraldo, quien sostenía que los estudios no se acomodaban a la dignidad del caballero. Juan Costa, catedrático de la Universidad de Salamanca, afirmaba en 1578 que los nobles tenían a gala su pésima escritura. Juan de Mal Lara llega a decir que "aún es señal de nobleza de linaje no saber escribir su nombre". Pedro Mártir, llamado por el cardenal Mendoza a Granada para enseñar Humanidades a los jóvenes nobles, decía: "Estos aborrecen las letras. En efecto, estiman que las letras son un impedimento para la milicia, la única cosa, dicen, por la que es glorioso esforzarse". El proteccionismo nobiliario sólo se dejó sentir -y únicamente en las ciencias- a fines del siglo XVII.

La Corona ejerció, asimismo, un notable mecenazgo. La reina Católica comenzó a estudiar latín en 1482 en sus esfuerzos por instruir a la nobleza cortesana. Desde 1487 figura en las cuentas del Tesorero Real Gonzalo de Baeza el nombre de Beatriz Galindo, la Latina. La preocupación de Isabel por la educación intelectual de sus hijas contrasta, por cierto, con el desinterés que Carlos V manifestó por la educación de las suyas.

La labor de Pedro Mártir de Anglería como capellán y maestro de los caballeros de la corte en las artes liberales, desde 1492 a 1516, fue reconocidamente útil. A la muerte de Fernando el Católico, Cisneros suspendió la asignación de 30.000 maravedíes anuales que por su magisterio le había otorgado a Pedro Mártir la reina Isabel. Durante el reinado de Felipe II, Checa ha puesto de relieve el importante papel del rey en el mecenazgo artístico. El eje Amberes-Roma-Madrid tuvo enorme importancia. Destacaron en este sentido hombres vinculados a la corte como Granvela, Antonio de Mercader, Pau de Castro y otros personajes.

López Piñero, Goodman, Vicente Maroto y Pivicio han destacado el papel del poder real en la organización de la actividad científica. Testimonios expresivos de ello fueron las Relaciones Topográficas de Felipe II, la expedición científica a México de Francisco Hernández de 1571-1577, la unificación de pesas y medidas, la promoción de la ingeniería militar, etcétera.

A fines del siglo XVI la nobleza empezó a ir superando el tradicional concepto de la incompatibilidad de las armas con las letras.

El arte participó de la misma situación que la literatura. La clientela, ya eclesiástica (cabildos catedralicios, curas párrocos, frailes, monjas...), ya civil (cofradías, hermandades, corporaciones, mayordomos, etcétera), por regla general encargaba pinturas para ser objeto de la devoción en iglesias, capillas y conventos. Son escasos, en cambio, los encargos, limitándose éstos a los más domésticos para los oratorios de las casas o las imágenes religiosas de alcoba.

Los pintores, agrupados en gremios, con talleres de empresa artesanal y familiar, con una organización aún medieval y una posición pecuniaria mediocre, tenían que vérselas con unos clientes o mandatarios que no les concedían una consideración social semejante a la que ya tenía el artista en Italia o en Francia. Sólo los pintores de cámara y en especial Velázquez pudieron escapar, en gran parte, a una situación precaria de trabajo propia de una sociedad estamental, sin movilidad de clases y lentas reacciones estructurales.

B. Bennassar, J. Elliott y J. Brown han demostrado, sin embargo, contra la interpretación de Bonet Correa, que en España hubo abundante coleccionismo artístico de la monarquía, de la nobleza y hasta de la burguesía. El marqués de Leganés, el conde de Monterrey, Jerónimo de Villanueva..., destacaron como expertos comisarios del rey para la compra de cuadros. El pintor Velázquez compró cuadros en Italia para el rey como la Venus y Adonis de Veronés y el Paraíso de Tintoretto. Pero no sólo brillan las colecciones del rey.

Los inventarios de bienes de nobles y burgueses reflejan el interés por el arte. Colecciones como la del marqués de Carpio, Juan Viancio Lastonosa, los ya citados Leganés y Monterrey y el almirante de Castilla o el duque del Infantado son bien significativos. Incluso un comerciante como Pedro de Arce tenía una impresionante colección en la que destacaba las Hilanderas de Velázquez.

Volviendo a la literatura, diremos que la clasificación de Salomon es muy superficial. Alberto Blecua ha subrayado las variaciones en la identidad de los autores en función del género cultivado.

Los poetas presentan una facies sociológica compleja. Al lado de autores como Zapata, que pagó 400.000 maravedíes para imprimir su Carlo famoso, y que entraría dentro del grupo de aristócratas, vemos a autores de todo pelaje social; desde los que escriben por razones de utilidad -caso de los místicos y jesuitas- a los que sólo aspiran al fresco soplo del viento de la fama. Lo que parece evidente es que no son muchos los poetas que imprimieron sus obras y, desde luego, sus beneficios económicos fueron escasos. Las obras de Garcilaso y Quevedo fueron un éxito editorial, pero ello a quien benefició fue a los editores. Quizá sólo Lope obtendría directamente ganancias de su producción poética. Tampoco los poetas épicos compusieron obras por obtener beneficios. En su caso, sus elogios a determinadas familias ilustres propiciaron el mecenazgo. La dignidad de la poesía épica permite el acceso a la misma de una amplia gama de escritores, desde los procedentes de la gran nobleza a los simples soldados testigos presenciales de tales o cuales hechos militares.

La novela sentimental entraba en la categoría poco definida de tratado y estaba compuesta generalmente por secretarios, es decir, profesionales de la pluma. Este género pertenece a la tradición humanista y desaparece hacia 1550. La novela de caballerías, con un centenar de títulos y más de 250.000 volúmenes impresos, es el género que más se presta a una fabricación en serie. Criticado por los moralistas y erasmistas, el libro de caballerías presenta cierta tendencia al anonimato y sus autores, salvo Fernández de Oviedo, Feliciano de Silva o Jerónimo de Urrea, son hombres un tanto oscuros en la historia literaria.

Después de 1550 el género entra en crisis por la extensión enorme de sus textos, renaciendo de modo impresionante en la década de 1580-90, con nada menos que 31 ediciones que algunos historiadores han relacionado con la preparación de la Armada Invencible. La pervivencia del consumo de las novelas de caballerías a lo largo del siglo XVI y XVII no es incompatible con la realidad de un abandono de este género a mediados del siglo XVI por parte de los autores jóvenes, autores que no se habían formado en la tradición literaria del siglo XV. Desde mediados del siglo XVI, efectivamente, comienzan a desaparecer los libros de caballería originales, paralelamente a la escalada de la novela pastoril. De este género sólo fueron éxito editorial la Diana de Montemayor, Alonso Pérez y Gil Polo; la Arcadia de Lope, el Pastor de Filida de Gálvez de Montalvo y la Galatea de Cervantes. Fue un género culto, refinado, que se prestaba a ser abordado por secretarios e intelectuales cortesanos, que escribieron muchas veces en clave y con alusiones veladas a los lectores de su clase social. Sin embargo, vemos entre sus cultivadores gente muy variada: condes como don Gaspar Mercader; sacerdotes como Balbuena; médicos como Pérez; traductores como Texeda; notarios como Gil Polo, cantores como Montemayor; soldados secretarios o soldados poetas como Cervantes, Gálvez de Montalvo y Lofraso; secretarios como Lope y estudiantes jóvenes como Gonzalo de Bobadilla.

La novela bizantina contó con pocos cultivadores aunque de reconocido prestigio, como Cervantes, Lope o Gracián. Todo lo contrario ocurrió con la novela corta. Salas Bobadilla y Castillo Solórzano se convierten en verdaderos fabricantes de novelas cortas. Asimismo contó con muchos autores la novela picaresca, tanto por el carácter proteico del tema como por el éxito fulminante del Guzmán de Alfarache.

Al filón de la picaresca acudieron desde los poetas y novelistas conocidos como Quevedo, Salas Barbadilla, Castillo Solórzano, Espinel, Cervantes, a escritores accidentales como Alcalá Yáñez, López de Ubeda, Carlos García -los tres médicos-, Juan de Luna -traductor-, o Gregorio González y Martí, jesuitas.

Los primitivos autores teatrales en lengua vulgar son secretarios -Francisco de Madrid-, organistas y músicos -Lucas Fernández, Encina, Gil Vicente-, clérigos -Diego Sánchez de Badajoz, Díaz Tanco, Torres Naharro- y estudiantes de escaso renombre. Sus obras, por lo general, están compuestas para ser representadas en los palacios o en las iglesias, con motivo de festividades religiosas, y en algunas ocasiones se escriben a petición de los mecenas o de los ayuntamientos.

Hasta 1530 no hay noticias de actores profesionales, por lo que no se establecía entre el público y el autor ningún elemento mediador. Los primeros autores-actores profesionales fueron Lope de Rueda y Alonso de la Vega. El teatro fue el género más comercial. La demanda extraordinaria del mercado generó una fabricación casi en serie. Lope y Calderón, sobre todo el primero, pudieron vivir de la comedia aparte de sus mecenas. El mercado, en el siglo XVII, marcaba ciertamente sus pautas.